sábado, 25 de marzo de 2017

POSTPRODUCCIÓN_24


      Por supuesto, al final se descubre que todo es un falso montaje urdido por el Consejo Supremo de la Literatura, que es la fachada tras la que se esconde el Conde de Saint Eco. Y si la lógica es lo tuyo, lector, en pura lógica, apaga y vete, que tu novela se ha terminado.

      Veo que, en contra de mi consejo sigues ahí, empecinado en encontrarle un final a ésto. Pues bien, tú te lo has ganado. Antes del verdadero final, antes de volver a la segunda parte de L. A., voy a darte el final sin fin. La historia interminable. Quizás te parezca fantástica, pero no lo será tanto si piensas que la televisión me aburre muchísimo más desde que empezó esta historia. Y eso no es nada fantástico, sino todo lo contrario. Es de un ramplón que asusta, pero es verdad. Es un hecho palmario que abona la tesis de unos cuantos extremistas. Pon atención porque después de ésta ya no hay más. Esta es la última y definitiva propuesta. Sostienen los que menos tienen, que escribir es una batalla. Para ellos, Operación Vídeo es una novela río, una novela culebrón, una sola, enorme novela que abarca toda la vida. Victoria o muerte es el lema de esos fanáticos de san ramón maría del valle inclán, que se reúnen en una taberna del Callejón del Gato, la de los espejos, no; otra. Y comulgan con cañas y patatas bravas. Así, lo que has leído y estás leyendo, es sólo una primera entrega. La ínfima parte de la verdadera novela. Por eso, león insaciable, no cierres tus fauces. No trates de sacarle el regusto al bocado. Ya ves que es comestible y no hace daño. Relamete con tu enorme lenguaza. Paseala por las fauces peludas. Y espera un nuevo bocado. Y el próximo, y el de más allá. Espera. Yo te los daré. Uno por uno, para que no te atragantes. Y te los daré variados, y con distintos guisos. Te lo prometo. Pero Espera. Espera. Por hoy no puedo decirte nada más. ¿No te parecen suficientes cinco finales?

      Ya he dicho que L. A., estuvo encantador. Fue una comida de lo más agradable. Desde el principio, acaparó la conversación y nos introdujo en sus cuitas familiares, con tal gracia y ligereza, que ni nos dimos cuenta de estar en el centro del drama. La voz ronca, las manos en continuo movimiento, el flequillo chulesco, la cara afilada y granujienta, como de eterno adolescente. L. F., había visto un día a Miguel Hernández. Era camarero camarero en el bar que hay debajo de la agencia. Yo aquel día vi a Federico García-Lorca. Por supuesto que exagero. Pero imagino el clímax que era capaz de esparcir a su alrededor Federico, y digo que era el mismo que L. A., expandió por aquella mesa, la tarde de verano que nos reunimos por primera vez. Hablamos poco de la obra y mucho de su familia, pero dijo que le había gustado. Le parecía un delirio. Y no sé si por asociación de ideas o porque lo traía ya pensado, me dijo que debía enviársela a Severo Sarduy. Y me dió una dirección en París. L. A., escritor de familia de escritor. Poeta, articulista, conocido y conocedor de la inteligentza. Hombre con varios enanos, San Isidro de los renglones, L.A., no sólo me dio la dirección de Severo Sarduy sino también me proporcionó la dirección de una editorial de Málaga y me animó encarecidamente a remitir los folios y citar su nombre como referencia. Así mismo, como está, es publicable. Además ahora las editoriales andan como locas buscando nombres nuevos. No pude reprimirme. Cuando nos despedimos le di dos besos. Seguro que a L. F., le extrañó, pero también estoy seguro que a L. A., le pareció una forma muy adecuada de darle las gracias.

      El asunto entraba en una cuenta atrás irreversible. Como quien no ha hecho otra cosa en su vida, me puse a escribir cartas. Y sin embargo, tanta duda, tanta vacilación, me estaban diciendo que no iba por el buen camino. Algo dentro de mí sabía que aquellas cartas no llegarían a publicarse.

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