martes, 18 de abril de 2017

SOBRE ARTE

Habitar la paradoja: trabajo y productividad en el arte contemporáneo

Texto escrito por Daniela Lucena para la muestra “La evaporación del encanto”, de Nani Lamarque, en Galería Barro, Buenos Aires, marzo-abril de 2017.



Arte y trabajo
La dicotomía entre arte y trabajo tiene una larga historia y muchos autores se han dedicado a analizarla. En la estética marxista, por ejemplo, los polos de la discusión nos llevan desde la idea del arte como un fenómeno ideológico hasta la confianza en el arte como una práctica que puede en sí misma revolucionar las condiciones de vida. En el primer caso, se trata de una mirada economicista que liga el trabajo artístico a la condición de clase (burguesa) del artista y desconfía de las obras, en tanto creaciones que reproducen la dominación y la desigualdad. En el segundo caso, nos encontramos con la contradicción entre trabajo alienado y creación, y la posibilidad de encontrar en el arte principios creativos hostiles al capitalismo, capaces de generar una praxis humana libre y transformadora.
Desde la sociología del arte, una línea muy fructífera de investigación se ha dedicado a desmitificar la idea del arte como una tarea especial no productiva, ligada al ocio y al don singular de quien la practica. Esta concepción romántica de la actividad artística, que tiene sus orígenes en la conformación del campo del arte moderno, compone a su vez la figura de un artista desligado de las necesidades materiales, cuya vocación lo eleva por encima de los intereses del mercado. Se trata de un imaginario contradictorio pero hegemónico, que aún hoy opera con fuerza en los valores que se promueven en el campo artístico. La sociología del trabajo artístico insiste, entonces, en visibilizar las relaciones de cooperación y conflicto que entablan los distintos actores que forman parte del mundo del arte. Son todos ellos quienes producen, colectivamente, la obra-mercancía como tal. Así, nos alejamos de la obra como resultado de la genialidad o del talento individual del artista, para inmiscuirnos en la red de interacciones que hacen posible la producción y la circulación de las obras. A través del análisis de experiencias concretas -o empíricas, por decirlo de un modo más científico- observamos que el arte no es más que un trabajo con sus propias condiciones y restricciones laborales, que exceden ampliamente el ámbito de las preocupaciones estéticas. Si el arte no es muy diferente a otros tipos de trabajo y los artistas no son seres especiales, sino más bien productores que se asemejan a otro tipo de trabajadores, ¿quién paga por el trabajo artístico? ¿de qué viven los artistas?

Arte y mercado

Llegamos al álgido tema de los valores monetarios y simbólicos que se ponen en juego en torno a los artistas y las obras. Una cuestión que se ha instalado con fuerte presencia a partir de las experiencias de las vanguardias históricas es la pregunta por el rol de las instituciones que exhiben y comercializan los trabajos artísticos. Hasta el día de hoy, el vínculo con los museos, galerías, ferias y bienales sigue generando dilemas en muchos artistas, sobre todo aquellos que inscriben el diferencial de su práctica en la crítica política o social. El principal argumento que escuchamos en contra de la institucionalización del arte refiere a la cooptación y a la banalización del potencial disruptivo de las obras e intervenciones. Ciertos criterios esteticistas y formalistas, conjugados con la necesidad de llenar largos metros de salas de exhibición atentas a las demandas de un consumidor cultural-turista- globalizado, harían de las instituciones espacios temibles o como mínimo sospechosos para los artistas rupturistas. Sin embargo, la idealización de sostener una práctica por fuera de la institución arte no tiene, en la vida real, muchas posibilidades de efectiva realización. Como sabemos, el arte es un sistema relacional en el que no hay un valor intrínseco de las obras, sino que éste se construye en una trama de interconexiones entre los artistas, los críticos, los galeristas, los coleccionistas y el público.
Aquí es donde actúa con toda su fuerza un valor -en principio no monetario pero que en el largo plazo probablemente llega a serlo-, que opera como reconocimiento simbólico del trabajo artístico. En pos de este reconocimiento los creadores aceptan, muchas veces, condiciones laborales que precarizan su actividad e invisibilizan el hecho de que lo que hacen es un trabajo más complejo que el producto final materializado (o desmaterializado) en la obra. Me refiero fundamentalmente a la remuneración que los artistas no perciben por el tiempo de trabajo que invierten en redactar y presentar un proyecto, crear una obra, preparar su montaje o difundir su exhibición. O el dinero que no reciben por los gastos destinados al sostenimiento de su taller o estudio, o a la compra y transporte de los materiales, o las comidas y vestimentas que se procuran durante el tiempo destinado a la creación y puesta en valor de sus trabajos estéticos.
Cosas tan vitales como cotidianas, pero que sin embargo no suelen ponerse sobre la mesa en el momento de la negociación, en el que prima la idea de que el mero reconocimiento simbólico de la labor alcanza para satisfacer lo más importante: la realización de la vocación artística que, por supuesto, trasciende todas estas nimiedades.
Esta situación no es nada nueva, pero en los últimos años se ha profundizado notablemente al ritmo de las demandas del capitalismo en su fase trasnacional-financiera-cognitiva. El circuito artístico no escapa a los modelos y exigencias de un mercado laboral global desregulado y precario, que expulsa cerca de un tercio de la mano de obra disponible, esclaviza amplios sectores de la población y requiere trabajadores flexibles, polifacéticos, autónomos e imaginativos. Como en ninguna otra época los artistas se ven obligados a desempeñar roles que desbordan las divisiones clásicas de la creación estética para volverse -de un modo autoexigido y multiexplotado-curadores, gestores, emprendedores, editores, críticos y empresarios de sí mismos. Con todo, lograr una estabilidad económica que les permita “vivir del arte” es un objetivo que muy pocos consiguen, sobre todo durante los primeros años de su carrera, en los que generalmente se ven obligados a desempeñar trabajos ajenos a lo artístico para poder mantenerse. Tal vez lo más perverso de este particular modo de sometimiento del trabajo al capital sea la idea instalada, más aún en las llamadas profesiones creativas, del “saber venderse”. En un mundo donde somos todos al mismo tiempo trabajadores potenciales y desempleados en potencia, la venta exitosa de una personalidad abierta al cambio, adaptable y competitiva reviste la misma, o incluso mayor importancia, que el buen desempeño de las competencias técnicas e intelectuales.
Las cosas se complican aún más si observamos el mercado del arte internacional, ese espacio de circulación de bienes simbólicos del arte contemporáneo del que los artistas generalmente prefieren no hablar. La compra y la venta de obras pareciera ser un tabú que, cuando se rompe, genera el malestar y la incomodidad propias del secreto familiar que sale a la luz para develar lo no dicho. No voy a detenerme aquí sobre esta situación, dejo su análisis a otras plumas más cercanas a las teorías psicoanalíticas. Pero sí quisiera señalar una cuestión vinculada con ciertas lógicas propias del mercado mundial del arte: el lugar subordinado de la región latinoamericana en los circuitos de circulación y consumo de las obras. Allí, sigue primando la presencia cultural (euro-norteamericana) de los países “centrales”, en detrimento de los “periféricos”. Aunque los últimos años han mostrado signos de cambio en este sentido, el bajo volumen del mercado del arte local, la exotización y antropologización de lo latinoamericano y el eterioro de las condiciones del trabajo creativo hacen dificultosa la inserción de los artistas argentinos en el mundo del arte globalizado.
Arte y productividad
Arte o trabajo, vocación o mercado, crítica o complicidad son oposiciones que, aunque puedan parecer superadas, siguen tensionando la actividad de los artistas y delineando las representaciones que circulan en la sociedad. Actuar a partir de esas contradicciones, desde el interior de las difíciles y complejas dinámicas que se articulan en el entramado de las relaciones de poder, es un desafío que los artistas deben asumir. Habitar las paradojas desde una autoconciencia que haga pregunta, que convoque afectos y enlace energías, que desnaturalice el conjunto de valores que se movilizan en torno al arte.
Si hay algo que define a la sociología desde sus inicios es su apuesta por la desnaturalización de lo dado. Pero, ¿para qué sirve desnaturalizar? Aunque la respuesta no es simple (la libertad trae más incertidumbres que certezas), puede decirse que desnaturalizar sirve para mostrar la historicidad de nuestras creencias y costumbres; para desentrañar las capas de sentidos cristalizados que regulan los modos en que nos vinculamos con los otros; para señalar que no hay ingenuidad en esas construcciones sino fuertes disputas por la imposición de visiones del mundo. Pero, sobre todo, para recordar que no hay verdades definitivas e inmutables, sino que pueden modificarse.
En este sentido, creo que el arte puede actuar -como ya lo ha hecho en varias oportunidades- como una poderosa herramienta de desnaturalización de aquello que aparece como fijo e inamovible. Cuestionar las representaciones que los artistas tienen de sí mismos y desplazarlas hacia la conciencia de que lo que hacen es un trabajo tal vez sea el primer paso para la creación de nuevos modos de relación, no regidos por la utilidad o inutilidad de las cosas y las personas. O para la transformación de la flexibilidad laboral en administración de un tiempo no rutinario con ritmo propio, con sus fluctuaciones inestables de experimentación, creación, ocio, soledad y sociabilidad.
Se trataría, entonces, de hacer productivo lo improductivo, pero no ya bajo la fórmula del cálculo racional neoliberal, sino en el sentido de la producción de nuevas cosmovisiones que desarmen los consensos y alteren las representaciones de lo posible.


La evaporación del encanto de Nani Lamarque, inauguró el sábado 11 de marzo de 2017 en Barro (Caboto 531 - CABA)

Daniela Lucena - Socióloga, Investigadora del Conicet y Docente Universitaria


La trampa
Hace algunos días leí el lúcido texto que escribió Daniela Lucena para el catálogo de la muestra “La evaporación del encanto” del artista Nani Lamarque en la galería Barro de la Ciudad de Buenos Aires. El escrito se titula “Habitar la paradoja” y aborda las tensiones entre trabajo, mercado y productividad en el arte contemporáneo. Esa lectura me dejó varios días reflexionando y quiero compartir ahora parte de esos pensamientos. Sobre todo porque, si bien coincido con la mirada de la autora, siento que estamos atravesando un momento complicado para habitar las paradojas.
Mi primer impulso al leerlo fue el optimismo. Lo que Daniela plantea sobre el arte como
herramienta de desnaturalización de aquello que aparece como inmóvil es el motor que me mpulsa a continuar cada día el compromiso con mi trabajo. Sucede que a los pocos minutos de entusiasmo vuelve a invadirme el recuerdo de que estamos en un momento en el cual los grandes debates públicos giran en torno a luchas que ya habíamos considerado conquistadas: el rol crucial de la ciencia y los científicos o la importancia de los maestros en la sociedad, por citar solo algunos ejemplos de los últimos días. Y entonces en vez de salir a gritar a los cuatro vientos que el arte es un arma poderosa de transformación, vuelvo a caer en el pozo de la desesperación.
Hay momentos más posibles y más imposibles de vivir en la paradoja.
Coincido con la mirada de la estética marxista: creo que el arte nos habilita a pensar el trabajo creativo de un modo libre y transformador, pero creo que muchas veces esto sucede a un costo altísimo. Raro hablar de costos en este contexto. Quienes con mucho esfuerzo encaramos nuestra práctica embarcandonos en modos de hacer a la vez posibles y diferentes, terminamos cayendo muchas veces en una trampa. Supongo que esto tendrá que ver con el contexto local y global, que es circunstancial, pero tengo la sensación cada vez más instalada de que somos víctimas de un engaño.
Los modos de producción capitalistas, como suele suceder, se han apropiado de una manera perversamente inteligente de nuestros intentos de modos alternativos de producción y los han reciclado en un híbrido que nos termina incluyendo y del que queremos escapar pero no podemos, porque al hacerlo nos quedamos también sin los recursos que hacen posible el desarrollo de nuestras prácticas. Y no estoy pensando sólo en recursos económicos, sino también con el acceso a los espacios de exposición, a los espacios académicos, a los espacios de comunicación y a los ámbitos de reconocimiento simbólico. Aun así, no considero que la respuesta ante esta situación sea salir de los circuitos formales, porque eso sí sería caer definitivamente en la otra trampa, que es la trampa de la invisibilización.
Dentro de esta maraña compleja en que se convierten y reproducen los procesos artísticos, hay para mí un punto que sobresale: el tema de la sostenibilidad a mediano y largo plazo. Quizás esta preocupación tenga que ver con el borde desde el cual dirimo estas cuestiones, que es el aún más complejo límite entre un proceso artístico y una organización social. Mi dispositivo de intervención es mixto y eso cambia notablemente la ecuación. Trabajo en la misma organización, PH15, desde hace 17 años. Desde siempre, diversos actores (sociales, culturales, políticos, empresariales) nos dicen que nuestro modelo de gestión no es sostenible. Esta sentencia la escuchamos de organizaciones que abren y cierran a los tres años, o también de personas que al año siguiente están en un trabajo diametralmente diferente al nuestro. Pese a esos vaticinios hace 17 años que trabajamos ininterrumpidamente. Con nuestros muchísimos errores y algunos aciertos, pero ininterrumpidamente. Sin embargo,17 años después nos siguen diciendo que nuestra debilidad es la “sostenibilidad”. Desde mi punto de vista, ese análisis resulta directamente perverso. No lograr entender que hay otros modos de hacer posibles y sostenibles por fuera del esquema único que plantea el mercado del arte o el mercado de las organizaciones sociales, incluso ante la evidencia clara de nuestra experiencia, es perverso.
Igualmente, pienso también hasta qué punto haber sostenido 17 años un modo de producción que se asienta no sólo en nuestra auto-explotación, sino también en la explotación de otros, no termina siendo en algún punto funcional y no tan rupturista como creímos. Agradezco y comprendo el valor del reconocimiento simbólico y del crecimiento que supone participar en las tareas desplegadas por la organización en la que trabajo. Pero vivimos en una sociedad que intercambia bienes y no símbolos. Entonces, proponer nuestro modelo como punta de lanza de un "sí vean que se puede", ¿no sería en cierta forma caer en una trampa? Es probable que así sea. Incluso así, prefiero el hacer en el que estoy inmersa y seguir generando estas preguntas desde una práctica que sigo pensando como transformadora.
Creo que el texto de Daniela es necesario y lúcido y sobre todo deja abiertas preguntas
incómodas. Ojalá nos ayude a disparar respuestas reflexivas.
Miriam Priotti
Codirectora de la Fundación PH15

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